Por Francisco Gabriel Hernández, EdD.
La relación entre la formación docente, recibida por los maestros en sus estudios universitarios, y la práctica pedagógica que diariamente ejecutan en las aulas con sus alumnos, parece ser una información de mucho valor al momento de comparar la eficacia del trabajo docente con el desarrollo de los alumnos. De aquí que, por consiguiente, haya sido preocupación de investigadores del campo de la educación y otras áreas afines, el aparente divorcio entre teoría y práctica en cuanto al ejercicio pedagógico se refiere, como una oposición similar al de “el ganarse la vida y el ocio””la inteligencia y la ejecución, el conocimiento y la actividad” (Dewey, 1916, p.223).
Dentro de los puntos más discutidos del campo docente se considera el de la formación, debido a la vinculación entre la formación teórica y la práctica, motivo de fuertes críticas entre los especialistas, al momento de valorar el trabajo que realizan las universidades y los centros de preparación docentes, considerándose que “los egresados de estas instituciones no ofrecen garantías básicas para asumir con propiedad tareas de la complejidad e importancia de las educativas” (Rivero, 1999, p. 397). Esta debilidad se encuentra, según el mismo Rivero en la orientación a atender grupos supuestamente homogéneos de alumnos, cuando en realidad existe una diversidad que, como se trata más adelante, parece no ser atendida por la mayoría de los maestros.
La finalidad principal de la formación que los docentes reciben en su carrera debe ser que cuando les toque enseñar lo hagan con una eficiencia óptima, capaz de producir entre los estudiantes un progreso fácilmente perceptible por la sociedad. En ese sentido se espera que la formación docente debe poner al maestro en capacidad de identificar y organizar sus propósitos, de escoger las estrategias pedagógicas o los medios adecuados, y de comprender los contenidos que va a enseñar, las experiencias sociales y las orientaciones cognoscitivas de sus alumnos, con quienes debe contar para justificar sus acciones (Liston & Zeichner, 1997).
El maestro debe ser crítico y reflexivo, capaz de comprometer sus alumnos con tarea que les obliguen a poner en acción todas sus capacidades por encima del simple recuerdo y la memorización (Torres, 1998a). Igualmente, como profesional reflexivo, el docente “necesita hacer explicitas sus creencias y teorías según estas inciden en su trabajo diario, en sus escuelas (Torres, 1998b) p. 251. Se alude pues a una práctica docente que ponga atención a las sugerencias de las teorías de aprendizaje y sobre todo en su relación con las experiencias acumuladas por los educadores en el trabajo cotidiano en las escuelas.
Sin lugar a duda se requiere de un enfoque filosófico que conduzca la formación docente hacia un destino más concreto en cuanto deberá transformar una realidad conocida y criticada por todos, pero a cuya problemática muchos piensan que sólo el maestro debe dar respuesta. Ese enfoque diferente quien debe asumirlo primero son las instituciones de formación, procurando salvar las lagunas importantes en su curricula, especialmente las relativas al escaso número de horas dedicadas a asignaturas claves como Teoría de la Educación, Diseño y Desarrollo del Currículo, Didácticas específicas, Psicología del Desarrollo y del Aprendizaje, de acuerdo con Torres(1998), quien critica el hecho de que áreas tan importantes como las señaladas no se cubren con la rigurosidad que demandan, tanto en el tiempo como en los niveles de profundización requeridos.
Así se ha venido analizando la formación docente desde hace varias décadas, siendo motivo de gran preocupación la afirmación que hacen Gimeno y Pérez (1998), de que “las teorías del aprendizaje suministran la información básica, pero no suficiente, para organizar la teoría y la práctica de la enseñanza” (p. 61). Cabe pues preguntarse qué hacer para minimizar o salvar ese abismo entre teoría y práctica, observado por todos los especialistas de la educación. No existen dudas de que corresponde a las instituciones de formación docente trabajar arduamente en la creación de métodos que permitan a los maestros la traducción de su formación en acciones concretas, que evidencien un dinamismo entre sus niveles epistémicos y sus posibilidades de acción práctica. Al respecto continúan señalando Gimeno y Pérez (1998) que “si se logran identificar los estilos de enseñanza que se correlacionan con rendimientos académicos satisfactorios, el problema de la eficacia docente está en vía de solución” (p. 83). Por eso la formación docente constituye una base fuerte e ineludible para garantizar una práctica docente que cubra las expectativas de la comunidad educativa, y que, especialmente, facilite el progreso de los alumnos en la medida en que estos individualmente lo puedan visualizar.
Dewey, J. (1997). Democracia y educación. Una introducción a la filosofía de la educación. (Traducción). Madrid: Morata. (Trabajo original publicado en 1916)
Gimeno, J., & Perez, A. (1998). Comprender y transformar la enseñanza. (7a ed.). Madrid: Morata.
Liston, D.P. & Zeichner K.M. (1997). Formación del profesorado y condiciones sociales de la escolarización. Madrid: Morata.
Rivero, J. (1999). Educación y exclusión en América Latina. Reformas en tiempo de globalización. Madrid: Miño y Dávila.
Torres, J.(1998b). Globalización e interdisciplinariedad; el Currículo integrado. (3a ed.). Madrid: Morata.